viernes, 17 de julio de 2009

El arco sugestivo de tu cejas, lo furtivo de tu única mirada.
Me quemas, amor, me tienes en llamas...

miércoles, 1 de julio de 2009

Señorita Remedios

Tengo mis pequeñas glorias. Viven conmigo. Lo raro es que cuando ellas sucedieron, cuando se manifestaron, eran apenas momentos comunes. No sabían que gestaban en ese instante preciso el infinito de mi memoria, esa vorágine que tantas veces me ha levantado cuando creía estar perdida.
Recuerdo de manera exacta la primera vez que leí en voz alta. Cursaba 1ª grado, y esperaba ansiosa el momento de demostrar ante todos lo bien que lo hacía, la diferencia de mi pronunciación tan practicada ante la principiante del resto.
Mi maestra era una religiosa, la Hermana Remedios, de pausados movimiento y apenas más alta que nosotros. Ella caminaba siempre entre la fila de bancos bulliciosos, pero invariablemente, en cada lección, se paraba al frente, al lado de la pizarra negra, y escribía con letra redonda y clara, LECTURA.
Había esperado día tras día, había repasado los conceptos tan aburridos que ya tenía incorporados. Las vocales, los sonidos. La M de mamá, el oso se asoma y mamá me mima. Hoja tras hoja. Nunca me tocaba, nunca era yo la que se paraba con el libro en la mano.
-¡Ah!, pero cuando eso suceda-, pensaba. Y llegando al término del abecedario, cuando visitábamos la V, llegó mi día.
Me pare mirándola a ella, que allá delante, no parecía tan diminuta. La señorita Remedios me sonreía y me asentía con la cabeza. Y ahí comencé, con la mayor fluidez que podía: - “Valeria y Vilma visitan el lugar en que nació San Martin. Está en Yapeyú, muy cerca de las barrancas del río Paraná… y me dijo que parara, que eso era todo. Supongo que mi cara de desconcierto no le preocupaba. Supongo que ella sabía algo que a mí me costaría entender.
Me senté, con mi orgullo atravesado en la garganta, con mi pregunta repetitiva dándome vueltas en la cabeza: ¿Cómo me había pedido que parara??¿Acaso esos otros niños apenas inteligibles le agradaban más que yo?? Y allí me quedé, mínima y acabada, susceptible a cada una de sus palabras.
Cuando sonó el timbre del recreo, fui la primera en salir del aula. Me acerqué al bebedero, di un par de vueltas, quería entender lo que había pasado, quería acabar mi rabia. En ese momento, su manita arrugada se apoyó en mi hombro y me preguntó que me pasaba. No podía responderle, no tenía las palabras.
Entonces ella, me dijo, que cuando hacemos las cosas bien, no hacen falta reconocimiento, ni aplausos, ni tratar de dejar mal a los demás. Que el premio más importante, era saber que “lo habíamos bien logrado”. Pero que igualmente estaba orgullosa de mí. Y al final, fue un día feliz.
Tengo mis pequeñas glorias. De ellas, hoy rescato su mirada. La mirada de alguien que amaba lo que hacía, que amaba y enseñaba.