Mi abuelo tiene 86 años, y está postrado en una cama. Tiene una claridad asombrosa, una memoria a prueba de olvidos.
Mi abuelo no puede cerrar las manos. Está preso en su cuerpo, que se olvidó de él, que lo abandono antes de tiempo. Tiene toda clase de dolores, profundos, internos, inexplicables, pero todos eternos y constantes.
Está encerrado en un cuarto del que no puede salir porque sus piernas ya no responden, porque su torso no obedece, porque sus rodillas han dejado de percibirlo.
Cuenta que siente la voz de su madre, y de noche, cuando hasta en sueños los dolores lo persiguen, la llama con el grito ahogado, con el llanto presto.
Cuenta de ella, que vino de España, con un marido joven, con tres hijos a cuestas. Que escapaba del hambre, de la miseria. Y que el hambre y la miseria también la esperaban en esta tierra. Que tuvo seis hijos más, que enviudó sin darse cuenta. Que quedo sola con nueve críos, que la muerte no fue piadosa con ella.
Se acuerda también de su primer trabajo. Tenía tres años y la obligación y la necesidad imperiosa de ganarse el pan. Dice que hacia surcos en la tierra, que le pagaban dos centavos por cada uno de ellos. Lo dice con una sonrisa tan contraria a la angustia que me produce a mí esa historia, que en esos momentos le esquivo la mirada para poder seguir escuchándolo.
Cuenta que un día, cuando volvía de trabajar, a su hermano mayor lo velaban en la mesa. Han pasado tantos años, y se le anuda la voz cuando se acuerda. Se acuerda también de todos sus otros hermanos, los repasa con la ternura expresa.
Mi abuelo no sabe de libros, no sabe de letras. Sabe de trabajo, de pesar y de perdidas.
Lo consuela la españolísima voz de su madre, que es obstinada y no lo deja. Que le conversa de noche, y de día lo merodea.
Tiene el alma más blanda, los recuerdos más certeros. Él solo, así expuesto, es mejor que cualquiera de mis letras.
Está en una cama, convirtiéndose en piedra. No puede mover las manos. Es una herida abierta.